Ahora que te quedas
(Eco)
Ahora que te vas sabes que te condenas a ser una sombra triste, y por eso en verdad no sabes si quieres salir o quedarte para agregar un poco más de tu compañía a la suya.
Por eso harás los últimos pasos más lentos antes de trasponer el dintel, imperceptiblemente lentos, porque no querrás que él lo advierta, pero cuánto habrías dado por quedarte y estar ahí sentada, con él ahí, con el mundo afuera, otro poco; serán pasos apenas más alargados y suaves, como dándole a él y dándote a ti la esperanza de un cambio de parecer y concederse así, ambos, una segunda oportunidad.
Imaginarás, en verdad desearás, escuchar su voz llamándote, porque entonces darías media vuelta y tus pasos ya no serían alargados y suaves sino cortos y precipitados para volver a él, abrazarlo, quedarte con él, por fin con él.
Imaginarás, en verdad desearás, escuchar sus pasos detrás de ti, yendo a ti, tomándote del hombro, regresándote a su lado.
Sabrás sin embargo que no sucederá; lo imaginarás sentado al fondo, quizá mirándote, aunque probablemente no, sino que estará inclinado sobre su taza de café, contemplando su propio reflejo, esperando a que termines de marcharte para pedir la cuenta y luego salir e ir en dirección contraria a cualquiera que tú pudieras tomar una vez fuera.
Hallarás la calle tal y como estaba cuando entraron, el mundo igual, ni mejor ni peor, igual, e insoportablemente ajeno, salvo quizá por la tarde que estará entintándose de noche.
Mirarás primero las mesas dispuestas como un abanico frente al café donde estuvieron apenas dos veces, la primera en su primera cita, hace mucho o poco tiempo, pues no podrías saberlo; y la segunda ahora, con toda la certeza que te llevas.
Descubrirás que te gusta el color verde de las sombrillas que protegen aquellas mesas desiertas debido a la lluvia y también que mejor hubiera sido quedarse ahí afuera y no dentro con lo incómodo que fue estar rodeados de gente parloteando; habrían estado solos, escuchándose mejor, dejando que la gente que pasara los viera juntos, enamorados, queriéndose y también concluyéndose, pero aunque nada remediara que fuera su última vez juntos, eso lo sabrían tú y él y no la gente que pasara y sólo los viera juntos y enamorados y queriéndose.
Caminarás rumbo al portal mientras te recubre la brizna persistente de la lluvia que ha caído desde temprano; pensarás en la posibilidad de disimular tus lágrimas dejando que tu cara se moje un poco, pero te darás cuenta que las lágrimas, igual que él, igual que todo cuanto conformaba su vínculo, son parte del pasado y no sabrás si eso te reconforta o te hace sentir peor.
Observarás tus pies mientras caminas, las puntas de tus botas yendo alternadamente al frente, empapadas, salpicando un poco de agua al plantar cada paso sobre las baldosas.
Llegarás hasta el portal arrastrando las ganas de detenerte y mirar atrás, pero la lluvia y la calle te devuelven al mundo, el mundo tuyo e inalterable salvo por la noche que se precipita, así que no podrás hacer sino seguir hacia adelante.
Irás hasta el final del portal, hasta el sitio donde un taxi podría apresurar tu partida aunque bien es cierto que preferirías seguir caminado sin importar si llueve poco o mucho, si cae la noche o amanece o si el mundo se va desmigajando detrás de ti.
Verás tu reloj con asombro doble, porque no advertiste lo tarde que es debido a esa necia necesidad de quedarte y porque recordar cómo hay tantas cosas y tantos quehaceres que te esperan desde hace rato te hará sentir una prisa repentina.
Cederás irremediablemente a la tentación de dar una mirada más, la última, y sólo porque se trata de la última te la concedes antes de subir al taxi, pero no encontrarás sino la misma desolación de la distancia que ahora los separa, tan breve y tan contundente, mientras tus huellas se ahogan estériles sobre las baldosas.
Supondrás que él sigue ahí, absorto, insistiendo en hallar su reflejo en la taza del café ahora frío, quizá, ojalá quizá, llenándose las ganas de salir tras de ti para devolverte a su vida; lo piensas y casi lo crees y casi decides no subir al taxi porque podrías esperar bajo el portal cinco o diez minutos más, los necesarios, hasta que él salga y te dé alcance.
Subirás al taxi, dejándote llevar solo por la hora, por la prisa, por las calles que harán la distancia que los separa menos breve aunque no menos infranqueable.
Verás las calles conocidas pasando a tu lado, toda la gente que no conoces pasando y pasando y yéndose a algún lado; no, yéndose no: llegando, porque entiendes que tú eres quien se va, que tú sigues la dirección contraria, alejándose, perdiéndose, tú la que se retira mientras que toda esa gente que pasa, regresa y se queda.
Volverás a pensar en él y a pensar que no volverás, y no por ti, que bien sabes cuánto podrías dar a cambio de un espacio mínimo donde ambos pudieran resguardarse, quedarse, un lugar donde permanecer piel y besos y palabras, sobre todo palabras, exentos de celos y reproches y juicios y condenas, fugitivos del mundo que te reclama y al que ahora vuelves.
Esperarás ansiosa a que los semáforos se apresuren y a la ansiedad podrá sumarse entonces cierto fastidio, cierto hartazgo de tanto soñar lugares inéditos y falsos, sentirte harta de ti, de tus torpezas, de tus fracasos, de arruinar lo que tocas a fuerza de andar enamorada y ciega, harta de él, tan irremediablemente egoísta, tan saturado de orgullo y amor propio, y tanto que no quiso conservarte a pesar de tus ganas y sus ganas, y piensas que quizá hasta decidas odiarlo un poco para hacerte menos daño aunque sigas igual de vulnerable; tú que nunca fuiste piadosa podrías serlo un poco contigo misma, al menos durante el trayecto que te aleja de él y te devuelve a tu mundo que te espera.
Medirás la caída de la noche según las luces que se encienden y los minutos que transcurren tan tercos como él y tan torpes como tú, porque no quieres admitir que sólo te falto ser honesta para no estar yéndote sino quedándote, y que de ser así en lugar de esos minutos que te apresuran estaría él buscándote la mano y tú llegándote a su boca para depositarle tu única verdad, pero lo que tienes son calles cada vez más largas, los labios resecos, el corazón apurado y cierta prematura nostalgia que es como un consuelo adelantado.
Anhelarás, con ansiedad creciente, llegar a casa, sacudirte el agua y el frío, abrigarte, prepararte un té caliente con mucha azúcar para que la boca te sepa por fin a otra cosa, desearás en verdad llegar, entrar, recuperarte a ti, recuperar el mundo que siempre estuvo contigo, fiel, y al que negaste y quizá todavía niegues porque no puedes ni quieres arrancarte la piel con que te cubriste esos días y que ahora llevas hecha jirones.
Abrirás la puerta de tu casa, verás nuevamente la noche y te parecerá muy alta, convocarás su imagen tratando en vano que sea por última vez, porque el problema no reside en su imagen sino en sus palabras que te persiguen como furias y que se repiten y se repiten en tu mente y a veces también se hacen voz y aunque esa voz no es la tuya es la voz que quieres en tu boca.
Entrarás por fin haciendo sonar la puerta para anunciar tu llegada, besarás suavemente su mejilla, pensarás que lo quieres y será verdad, no obstante, evitarás mirarlo, no te hará preguntas aunque sus ojos te interroguen, nada dirás tampoco porque todavía no te habrán vuelto las palabras, pero te sentirás feliz de haber regresado, negarás con la cabeza cuando te ofrezca un café y decidirás preparar un té con mucha azúcar para ambos.
Pensarás en él a pesar tuyo, imaginándolo todavía en el café, anegándose en sí mismo, mientras contemplas el agua recién vertida en las tazas; pensarás también en las palabras que te persiguen, sus palabras, las tuyas, y descubrirás que ya no puedes distinguir a quien pertenece cada una.
Deberás conjurarlo necesariamente para quedarte ahí, con quien también te ama, lo besarás en la frente para solicitar un silencioso perdón y para comenzar a desalojarte la tristeza, pero esto no sucederá ese momento, después, quizá al día siguiente, cuando amanezca y despiertes feliz ocupando el lugar que te corresponde y entonces, sólo entonces, no importará lo ajenas que sean las palabras que ocupan tu voz porque de cualquier manera te pertenecen, siempre hoy y siempre mañana ahora que te quedas.
(Eco)
Ahora que te vas sabes que te condenas a ser una sombra triste, y por eso en verdad no sabes si quieres salir o quedarte para agregar un poco más de tu compañía a la suya.
Por eso harás los últimos pasos más lentos antes de trasponer el dintel, imperceptiblemente lentos, porque no querrás que él lo advierta, pero cuánto habrías dado por quedarte y estar ahí sentada, con él ahí, con el mundo afuera, otro poco; serán pasos apenas más alargados y suaves, como dándole a él y dándote a ti la esperanza de un cambio de parecer y concederse así, ambos, una segunda oportunidad.
Imaginarás, en verdad desearás, escuchar su voz llamándote, porque entonces darías media vuelta y tus pasos ya no serían alargados y suaves sino cortos y precipitados para volver a él, abrazarlo, quedarte con él, por fin con él.
Imaginarás, en verdad desearás, escuchar sus pasos detrás de ti, yendo a ti, tomándote del hombro, regresándote a su lado.
Sabrás sin embargo que no sucederá; lo imaginarás sentado al fondo, quizá mirándote, aunque probablemente no, sino que estará inclinado sobre su taza de café, contemplando su propio reflejo, esperando a que termines de marcharte para pedir la cuenta y luego salir e ir en dirección contraria a cualquiera que tú pudieras tomar una vez fuera.
Hallarás la calle tal y como estaba cuando entraron, el mundo igual, ni mejor ni peor, igual, e insoportablemente ajeno, salvo quizá por la tarde que estará entintándose de noche.
Mirarás primero las mesas dispuestas como un abanico frente al café donde estuvieron apenas dos veces, la primera en su primera cita, hace mucho o poco tiempo, pues no podrías saberlo; y la segunda ahora, con toda la certeza que te llevas.
Descubrirás que te gusta el color verde de las sombrillas que protegen aquellas mesas desiertas debido a la lluvia y también que mejor hubiera sido quedarse ahí afuera y no dentro con lo incómodo que fue estar rodeados de gente parloteando; habrían estado solos, escuchándose mejor, dejando que la gente que pasara los viera juntos, enamorados, queriéndose y también concluyéndose, pero aunque nada remediara que fuera su última vez juntos, eso lo sabrían tú y él y no la gente que pasara y sólo los viera juntos y enamorados y queriéndose.
Caminarás rumbo al portal mientras te recubre la brizna persistente de la lluvia que ha caído desde temprano; pensarás en la posibilidad de disimular tus lágrimas dejando que tu cara se moje un poco, pero te darás cuenta que las lágrimas, igual que él, igual que todo cuanto conformaba su vínculo, son parte del pasado y no sabrás si eso te reconforta o te hace sentir peor.
Observarás tus pies mientras caminas, las puntas de tus botas yendo alternadamente al frente, empapadas, salpicando un poco de agua al plantar cada paso sobre las baldosas.
Llegarás hasta el portal arrastrando las ganas de detenerte y mirar atrás, pero la lluvia y la calle te devuelven al mundo, el mundo tuyo e inalterable salvo por la noche que se precipita, así que no podrás hacer sino seguir hacia adelante.
Irás hasta el final del portal, hasta el sitio donde un taxi podría apresurar tu partida aunque bien es cierto que preferirías seguir caminado sin importar si llueve poco o mucho, si cae la noche o amanece o si el mundo se va desmigajando detrás de ti.
Verás tu reloj con asombro doble, porque no advertiste lo tarde que es debido a esa necia necesidad de quedarte y porque recordar cómo hay tantas cosas y tantos quehaceres que te esperan desde hace rato te hará sentir una prisa repentina.
Cederás irremediablemente a la tentación de dar una mirada más, la última, y sólo porque se trata de la última te la concedes antes de subir al taxi, pero no encontrarás sino la misma desolación de la distancia que ahora los separa, tan breve y tan contundente, mientras tus huellas se ahogan estériles sobre las baldosas.
Supondrás que él sigue ahí, absorto, insistiendo en hallar su reflejo en la taza del café ahora frío, quizá, ojalá quizá, llenándose las ganas de salir tras de ti para devolverte a su vida; lo piensas y casi lo crees y casi decides no subir al taxi porque podrías esperar bajo el portal cinco o diez minutos más, los necesarios, hasta que él salga y te dé alcance.
Subirás al taxi, dejándote llevar solo por la hora, por la prisa, por las calles que harán la distancia que los separa menos breve aunque no menos infranqueable.
Verás las calles conocidas pasando a tu lado, toda la gente que no conoces pasando y pasando y yéndose a algún lado; no, yéndose no: llegando, porque entiendes que tú eres quien se va, que tú sigues la dirección contraria, alejándose, perdiéndose, tú la que se retira mientras que toda esa gente que pasa, regresa y se queda.
Volverás a pensar en él y a pensar que no volverás, y no por ti, que bien sabes cuánto podrías dar a cambio de un espacio mínimo donde ambos pudieran resguardarse, quedarse, un lugar donde permanecer piel y besos y palabras, sobre todo palabras, exentos de celos y reproches y juicios y condenas, fugitivos del mundo que te reclama y al que ahora vuelves.
Esperarás ansiosa a que los semáforos se apresuren y a la ansiedad podrá sumarse entonces cierto fastidio, cierto hartazgo de tanto soñar lugares inéditos y falsos, sentirte harta de ti, de tus torpezas, de tus fracasos, de arruinar lo que tocas a fuerza de andar enamorada y ciega, harta de él, tan irremediablemente egoísta, tan saturado de orgullo y amor propio, y tanto que no quiso conservarte a pesar de tus ganas y sus ganas, y piensas que quizá hasta decidas odiarlo un poco para hacerte menos daño aunque sigas igual de vulnerable; tú que nunca fuiste piadosa podrías serlo un poco contigo misma, al menos durante el trayecto que te aleja de él y te devuelve a tu mundo que te espera.
Medirás la caída de la noche según las luces que se encienden y los minutos que transcurren tan tercos como él y tan torpes como tú, porque no quieres admitir que sólo te falto ser honesta para no estar yéndote sino quedándote, y que de ser así en lugar de esos minutos que te apresuran estaría él buscándote la mano y tú llegándote a su boca para depositarle tu única verdad, pero lo que tienes son calles cada vez más largas, los labios resecos, el corazón apurado y cierta prematura nostalgia que es como un consuelo adelantado.
Anhelarás, con ansiedad creciente, llegar a casa, sacudirte el agua y el frío, abrigarte, prepararte un té caliente con mucha azúcar para que la boca te sepa por fin a otra cosa, desearás en verdad llegar, entrar, recuperarte a ti, recuperar el mundo que siempre estuvo contigo, fiel, y al que negaste y quizá todavía niegues porque no puedes ni quieres arrancarte la piel con que te cubriste esos días y que ahora llevas hecha jirones.
Abrirás la puerta de tu casa, verás nuevamente la noche y te parecerá muy alta, convocarás su imagen tratando en vano que sea por última vez, porque el problema no reside en su imagen sino en sus palabras que te persiguen como furias y que se repiten y se repiten en tu mente y a veces también se hacen voz y aunque esa voz no es la tuya es la voz que quieres en tu boca.
Entrarás por fin haciendo sonar la puerta para anunciar tu llegada, besarás suavemente su mejilla, pensarás que lo quieres y será verdad, no obstante, evitarás mirarlo, no te hará preguntas aunque sus ojos te interroguen, nada dirás tampoco porque todavía no te habrán vuelto las palabras, pero te sentirás feliz de haber regresado, negarás con la cabeza cuando te ofrezca un café y decidirás preparar un té con mucha azúcar para ambos.
Pensarás en él a pesar tuyo, imaginándolo todavía en el café, anegándose en sí mismo, mientras contemplas el agua recién vertida en las tazas; pensarás también en las palabras que te persiguen, sus palabras, las tuyas, y descubrirás que ya no puedes distinguir a quien pertenece cada una.
Deberás conjurarlo necesariamente para quedarte ahí, con quien también te ama, lo besarás en la frente para solicitar un silencioso perdón y para comenzar a desalojarte la tristeza, pero esto no sucederá ese momento, después, quizá al día siguiente, cuando amanezca y despiertes feliz ocupando el lugar que te corresponde y entonces, sólo entonces, no importará lo ajenas que sean las palabras que ocupan tu voz porque de cualquier manera te pertenecen, siempre hoy y siempre mañana ahora que te quedas.
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