viernes, 3 de abril de 2009

De "Eurídice" (fragmento)

Te descubro tan semejante a tu fantasma,
tan ausente de ti, tan sin ti, negada
a la única sangre que se bebe en vida,
pálida de resignación,
encogida bajo el pretexto de las circunstancias,
prófuga de la carne y el beso,
piel que parece tan tristemente triste;

la luz de esta mañana es una larga luz helada,
y me encuentro con el mundo a solas,
vacío de mi mismo, y sin embargo,
me contemplo vivo
ante el gesto de asombro del espejo;

pienso en ti, en lo que me falta de ti
y en lo que me queda,
y nada queda
sino esta boca que te dice mía y no te nombra,
una memoria sin imágenes,
una colección de caricias pendientes
y el juego de azares al que jugamos,
de tenerte y no,
de amarte y no,
de soñar que nos soñamos en coincidencia y en vigilia,
con los ojos rehenes
y el aliento reconciliado en el deseo;

miércoles, 25 de febrero de 2009

De "19 días, Othello"

Pobre el hombre que se abandona al asaz susurro de su demonio;

la espesa ponzoña de la incertidumbre,
el látigo de la ira,
los sueños reiteradamente malsoñados;

pobre el hombre que cede a la mitad del camino de la dicha;

combatir con la daga vuelta hacia sí mismo,
demostrar la culpa con el pañuelo más blanco;

hubo uno que fue girando en círculos cada vez más cerrados sobre su propio luto.

martes, 10 de febrero de 2009

De "Cantos de sirena"

Ahora que te quedas
(Eco)

Ahora que te vas sabes que te condenas a ser una sombra triste, y por eso en verdad no sabes si quieres salir o quedarte para agregar un poco más de tu compañía a la suya.
Por eso harás los últimos pasos más lentos antes de trasponer el dintel, imperceptiblemente lentos, porque no querrás que él lo advierta, pero cuánto habrías dado por quedarte y estar ahí sentada, con él ahí, con el mundo afuera, otro poco; serán pasos apenas más alargados y suaves, como dándole a él y dándote a ti la esperanza de un cambio de parecer y concederse así, ambos, una segunda oportunidad.
Imaginarás, en verdad desearás, escuchar su voz llamándote, porque entonces darías media vuelta y tus pasos ya no serían alargados y suaves sino cortos y precipitados para volver a él, abrazarlo, quedarte con él, por fin con él.
Imaginarás, en verdad desearás, escuchar sus pasos detrás de ti, yendo a ti, tomándote del hombro, regresándote a su lado.
Sabrás sin embargo que no sucederá; lo imaginarás sentado al fondo, quizá mirándote, aunque probablemente no, sino que estará inclinado sobre su taza de café, contemplando su propio reflejo, esperando a que termines de marcharte para pedir la cuenta y luego salir e ir en dirección contraria a cualquiera que tú pudieras tomar una vez fuera.
Hallarás la calle tal y como estaba cuando entraron, el mundo igual, ni mejor ni peor, igual, e insoportablemente ajeno, salvo quizá por la tarde que estará entintándose de noche.
Mirarás primero las mesas dispuestas como un abanico frente al café donde estuvieron apenas dos veces, la primera en su primera cita, hace mucho o poco tiempo, pues no podrías saberlo; y la segunda ahora, con toda la certeza que te llevas.
Descubrirás que te gusta el color verde de las sombrillas que protegen aquellas mesas desiertas debido a la lluvia y también que mejor hubiera sido quedarse ahí afuera y no dentro con lo incómodo que fue estar rodeados de gente parloteando; habrían estado solos, escuchándose mejor, dejando que la gente que pasara los viera juntos, enamorados, queriéndose y también concluyéndose, pero aunque nada remediara que fuera su última vez juntos, eso lo sabrían tú y él y no la gente que pasara y sólo los viera juntos y enamorados y queriéndose.
Caminarás rumbo al portal mientras te recubre la brizna persistente de la lluvia que ha caído desde temprano; pensarás en la posibilidad de disimular tus lágrimas dejando que tu cara se moje un poco, pero te darás cuenta que las lágrimas, igual que él, igual que todo cuanto conformaba su vínculo, son parte del pasado y no sabrás si eso te reconforta o te hace sentir peor.
Observarás tus pies mientras caminas, las puntas de tus botas yendo alternadamente al frente, empapadas, salpicando un poco de agua al plantar cada paso sobre las baldosas.
Llegarás hasta el portal arrastrando las ganas de detenerte y mirar atrás, pero la lluvia y la calle te devuelven al mundo, el mundo tuyo e inalterable salvo por la noche que se precipita, así que no podrás hacer sino seguir hacia adelante.
Irás hasta el final del portal, hasta el sitio donde un taxi podría apresurar tu partida aunque bien es cierto que preferirías seguir caminado sin importar si llueve poco o mucho, si cae la noche o amanece o si el mundo se va desmigajando detrás de ti.
Verás tu reloj con asombro doble, porque no advertiste lo tarde que es debido a esa necia necesidad de quedarte y porque recordar cómo hay tantas cosas y tantos quehaceres que te esperan desde hace rato te hará sentir una prisa repentina.
Cederás irremediablemente a la tentación de dar una mirada más, la última, y sólo porque se trata de la última te la concedes antes de subir al taxi, pero no encontrarás sino la misma desolación de la distancia que ahora los separa, tan breve y tan contundente, mientras tus huellas se ahogan estériles sobre las baldosas.
Supondrás que él sigue ahí, absorto, insistiendo en hallar su reflejo en la taza del café ahora frío, quizá, ojalá quizá, llenándose las ganas de salir tras de ti para devolverte a su vida; lo piensas y casi lo crees y casi decides no subir al taxi porque podrías esperar bajo el portal cinco o diez minutos más, los necesarios, hasta que él salga y te dé alcance.
Subirás al taxi, dejándote llevar solo por la hora, por la prisa, por las calles que harán la distancia que los separa menos breve aunque no menos infranqueable.
Verás las calles conocidas pasando a tu lado, toda la gente que no conoces pasando y pasando y yéndose a algún lado; no, yéndose no: llegando, porque entiendes que tú eres quien se va, que tú sigues la dirección contraria, alejándose, perdiéndose, tú la que se retira mientras que toda esa gente que pasa, regresa y se queda.
Volverás a pensar en él y a pensar que no volverás, y no por ti, que bien sabes cuánto podrías dar a cambio de un espacio mínimo donde ambos pudieran resguardarse, quedarse, un lugar donde permanecer piel y besos y palabras, sobre todo palabras, exentos de celos y reproches y juicios y condenas, fugitivos del mundo que te reclama y al que ahora vuelves.
Esperarás ansiosa a que los semáforos se apresuren y a la ansiedad podrá sumarse entonces cierto fastidio, cierto hartazgo de tanto soñar lugares inéditos y falsos, sentirte harta de ti, de tus torpezas, de tus fracasos, de arruinar lo que tocas a fuerza de andar enamorada y ciega, harta de él, tan irremediablemente egoísta, tan saturado de orgullo y amor propio, y tanto que no quiso conservarte a pesar de tus ganas y sus ganas, y piensas que quizá hasta decidas odiarlo un poco para hacerte menos daño aunque sigas igual de vulnerable; tú que nunca fuiste piadosa podrías serlo un poco contigo misma, al menos durante el trayecto que te aleja de él y te devuelve a tu mundo que te espera.
Medirás la caída de la noche según las luces que se encienden y los minutos que transcurren tan tercos como él y tan torpes como tú, porque no quieres admitir que sólo te falto ser honesta para no estar yéndote sino quedándote, y que de ser así en lugar de esos minutos que te apresuran estaría él buscándote la mano y tú llegándote a su boca para depositarle tu única verdad, pero lo que tienes son calles cada vez más largas, los labios resecos, el corazón apurado y cierta prematura nostalgia que es como un consuelo adelantado.
Anhelarás, con ansiedad creciente, llegar a casa, sacudirte el agua y el frío, abrigarte, prepararte un té caliente con mucha azúcar para que la boca te sepa por fin a otra cosa, desearás en verdad llegar, entrar, recuperarte a ti, recuperar el mundo que siempre estuvo contigo, fiel, y al que negaste y quizá todavía niegues porque no puedes ni quieres arrancarte la piel con que te cubriste esos días y que ahora llevas hecha jirones.
Abrirás la puerta de tu casa, verás nuevamente la noche y te parecerá muy alta, convocarás su imagen tratando en vano que sea por última vez, porque el problema no reside en su imagen sino en sus palabras que te persiguen como furias y que se repiten y se repiten en tu mente y a veces también se hacen voz y aunque esa voz no es la tuya es la voz que quieres en tu boca.
Entrarás por fin haciendo sonar la puerta para anunciar tu llegada, besarás suavemente su mejilla, pensarás que lo quieres y será verdad, no obstante, evitarás mirarlo, no te hará preguntas aunque sus ojos te interroguen, nada dirás tampoco porque todavía no te habrán vuelto las palabras, pero te sentirás feliz de haber regresado, negarás con la cabeza cuando te ofrezca un café y decidirás preparar un té con mucha azúcar para ambos.
Pensarás en él a pesar tuyo, imaginándolo todavía en el café, anegándose en sí mismo, mientras contemplas el agua recién vertida en las tazas; pensarás también en las palabras que te persiguen, sus palabras, las tuyas, y descubrirás que ya no puedes distinguir a quien pertenece cada una.
Deberás conjurarlo necesariamente para quedarte ahí, con quien también te ama, lo besarás en la frente para solicitar un silencioso perdón y para comenzar a desalojarte la tristeza, pero esto no sucederá ese momento, después, quizá al día siguiente, cuando amanezca y despiertes feliz ocupando el lugar que te corresponde y entonces, sólo entonces, no importará lo ajenas que sean las palabras que ocupan tu voz porque de cualquier manera te pertenecen, siempre hoy y siempre mañana ahora que te quedas.

martes, 3 de febrero de 2009

De "Alexis navegante"

PRIMERA PARTE (selección)

Alexis: su nombre,
su oficio: navegante.

Poco queda por decir después de esto,
salvo que ahora navega su viaje más largo,
su viaje sin anverso ni reverso,
cargando al hombro
sus pobres huesos rotos
y el aroma de todos los caminos
que van del cielo
al infierno.

Alexis navegante,
marinero, astronauta, vagamundo,
trotacielos, escarbainfiernos, cargamontañas,
delirasueños, comedistancias, sueñafuturos,
argonauta,
quiero decir: viajero.

***
“¡A vivir la vida!”
-dijiste-
primero la noche, luego el sueño.

“¡Vamos a vivir la vida!”
-dijiste-
la noche es poca para echarse un buche

“¡Vamos a vivir toda la vida!”
-dijiste-
los bares siempre tienen un sabor marino.

Porque marinos somos
fuimos
seremos
herederos oscilantes de la madrugada,
altamar de estrellas: alto y nocturno mar.

“¡A vivir la vida, qué caray!”,
cómo no recordarlo,
¿qué más podrías decir?,
Alexis marinero,
Alexis ramos de estrellas y flores de obsidiana

(¿ramos o mar?)

***
Nuestro oficio es rellenar grietas
con orillas de playa,
saltar sobre abismos creados,
nadar alucinógenos,
alunarse,
salpimentar el cielo,
colgarle persianas al día,
barrernos los zapatos,
espantar a la muerte con la escoba
y a estornudos,
como dicen que se espanta al diablo.

De "Insular corazón"

De sombras

Tan sin sangre y tan sin ira,
tan llenos de vacío,
ojos que no dicen, pupilas cifradas,
bocas contemplándose, dientes en la herida,
cicatrices que son como una coraza
frágil, pequeña, nostalgia de la buena sangre
que ya no mana, nada queda, nada,
noches ondulantes, morirse honestamente,
honestamente,
correr con la nieve en los ojos,
aspirar todo el polvo de angel
que ya no somos, dejar las alas,
extinguirse con el blando amanecer,
crepitar sobre estas hojas,
póstumos.

viernes, 30 de enero de 2009

De "Insular corazón"

Campeador

Si yo viniera ahora
como un soldado a conquistarte,
toda tu sangre no bastara
para dar de beber
a las batallas que quiero batallarte.
Vendría caballo al sol
o penumbra al hombro,
con el ejército de mis ilusiones
y mis sueños cabalgando.
Sola serías mis estandartes,
playa, bosque, colina, cualquier campo
donde haya piso para derribarte
y morirnos la madrugada repentina.

jueves, 29 de enero de 2009

De "Virgen de agua"

XII

Fluir

fluir es no quedarse
fluir es buscar el estribo descubrir el cauce
distinguir las distancias las coordenadas
negar el reposo y la repetición de los actos

Irse

nada más que para no cruzar dos veces

y sin embargo bifurcarse
soñarse planicie plantío
raíces reventando
soñarse posibles y múltiples

fluir es huir

Irse.

miércoles, 28 de enero de 2009

De "Bitácora de ausencias"

¿Cómo desterrar las gaviotas que aletean
feroces en mi corazón?
¿Cómo desterrar ahora a estos buitres que carcomen
feroces en mi corazón?
¿Cómo no sucumbir? ¿Cómo ya no interrogarte
y guardar mi silencio en tu silencio?
¿Cómo serte más que apenas una raíz oscura?
¿Cómo no hacerme otra vez la luna amarga?
¿Cómo no ser yo sin ser distinto?
¿Cómo ser tu sed? ¿Cómo no ceder?
¿Cómo hacer las horas menos escarpadas?
¿Cómo no ir a ti igual a un mar desencontrado?
¿Cómo decirte basta si no me basta?
¿Cómo callar? ¿Cómo empezar?

No muero,
pero si muero, ¿entonces de qué muero?
¿de dicha? ¿de labios? ¿de esperanza?

martes, 27 de enero de 2009

La desaparición de todas las cosas (fragmento de novela)

El cálido brandy que anduvo entremezclado por las venas a través de su organismo lo hizo dormir ajeno al frío calado de aquella noche, al dolor pertinaz de la pierna; ajeno de sí mismo, ausente de todo en aquella oscuridad donde yacía como si se hubiese ido hundiendo, igual que se hundían entre sombras las cosas que lo rodeaban.
Hacia la madrugada los efectos sedantes de la borrachera fueron cediendo. Comenzó a sentir frío, pero la modorra persistió durante un rato más. Al cabo de poco, al frío se fue sumando el dolor, como una sierra que iba rebanando lentamente su rodilla. Despertó. Al abrir los ojos miró, no la oscuridad mortecina de cuartucho donde vivía, sino un amasijo de sombras semejantes a una nebulosa rojiza que hubiera ido invadiendo todo su espacio. Sintió primero el frío y enseguida el dolor, ahora sí; un frío que era como un dolor en los huesos y un dolor que era como un frío muy hondo a la mitad de su pierna izquierda. Primero se quedó quieto, muy quieto. Tenía los pensamientos enmarañados dentro de su cabeza. Los primeros segundos no supo ni dónde estaba ni qué había sucedido. Apenas conservaba una difusa conciencia de su propia humanidad. ¿Humanidad?, pudo haberse preguntado. La humanidad de un hombre que se había ido a refugiar a aquel cuarto que era más una madriguera, herido como estaba y en un estado de ebriedad irracional. Se lo había hecho notar antes, desde luego, pero no ahora, no ahora que iba recuperando la lucidez, la claridad de mente, se diría, y más aún la claridad del frío y del dolor; y de tal modo ahora que intentó moverse en instinto de reconocer a cabalidad el lugar donde se hallaba. Para ello, había doblado, intentado doblar, la rodilla equivocada. Fue entonces que un súbito punzazo le devolvió al instante la lucidez hasta ese momento rebuscada torpemente.
Al quejido doloroso e inevitable le siguió una maldición y luego otra. Se incorporó como pudo; al menos lo suficiente para buscar a tientas el encendido de la luz. La posición semivertical en que se había tumbado sobre la cama lo hizo tantear primero en la pared equivocada. Cuando tocó la cabecera de latón y reconoció su error, llevó su mano al lugar correcto. El esfuerzo adicional le provocó un nuevo punzazo, un nuevo aserrado que pasara rápido sobre su rodilla. La nebulosa se volvió de repente más rojiza, como si se encendiera un montículo de pólvora frente a sus ojos. Además del dolor, sintió pánico. Su mente estaba clara ahora pero su memoria seguía sumergida en la oscuridad de las últimas horas. No sabía qué había pasado; no sabía cómo había llegado a cuarto, pero sobre todo no sabía por qué de ese dolor que le3 cercenaba la pierna. Oprimió el encendido y el cuarto se llenó con una luz escasa y polvosa. Miró su rodilla; la palpó por encima del pantalón y volvió a asustarse al sentirla monstruosamente hinchada; apenas toleró el contacto de sus manos sobre ella. Ahora ya no era un punzazo, sino un dolor persistentemente metálico; los dientes de la sierra seguían cortando, cortando, incesantes. Me rompí la pierna, pensó. Como para confirmarlo, descubrió que su pantalón estaba lleno de tierra reseca y la tela se había rasgado de un costado. Por aquel orificio metió un dedo y así pudo palpar mejor la carne tumefacta, deforme. El dolor también lo sentía, pero éste sin necesidad de palpar nada. Estaba ahí, atroz; iniciaba en su rodilla, envolviéndola como un vendaje ancho, y a partir de ese punto iba extendiéndose, a intervalos, en ambas direcciones, lento, hacia su ingle y hacia su pie, como si la concentración intensa en un solo punto ya no le bastara y necesitara expandirse igual que hace la marea lamiendo la arena. Intentó ponerse en pie, sin saber exactamente para qué. El dolor claro está fue más intenso; sin embargó no cejó, apoyándose en la pierna sana, en ambos brazos y cómo sea que pudo, al fin pudo erguirse. Comprendió que hasta ahí había llegado su esfuerzo. Sin el apoyo mínimo de la otra pierna no había modo de desplazarse hacia lado ninguno. Además, empezaba a sentirse mal. Un sudor frío le cubría el cuerpo. Vino un mareo, una náusea que iba subiendo rápidamente por su garganta. Se dejó caer sentado en el borde de la cama. El mareo seguía creciendo. Intentó respirar hondo para tratar de contenerse pero ya el vómito le desbordaba la boca. Salió violento. Un charco se acumuló entre sus pies, salpicando los ya de por sí sucios zapatos. Vino una segunda arcada y aun una tercera, pero ya sin basca; su estómago se había vaciado desde la primera y apenas expelió unos cuajos de saliva pegajosa. Tenía los ojos llorosos y la frente llena de sudor, pero al menos la náusea había desaparecido.
Muy pronto el olor ácido del vómito empezó a llenar el sitio; el malestar parecía volver, así que se recostó nuevamente, tratando de ignorarlo. Se ocupó en tratar de desenterrar sus recuerdos, los últimos, que le darían respuesta a las preguntas que le estaban rebosando por dentro. Recordaba, por principio de cuentas, que había estado bebiendo en el bar del Tigre. Martes de promoción; dos caguamas por el precio de una. Fueron entonces dos, luego dos más, luego otras dos. Hasta allí pudo hacer cuenta; después las cosas, los recuerdos, empiezan a hacerse difusos.
Ya pasada la náusea, volvió a sentir frío. La humedad del sudor lo acrecentó; entre su piel y la ropa se había formado una adherencia gelatinosa. Comenzó a tiritar. Jaló un extremo de las cobijas y luego el otro, envolviéndose y evitando así el trance de levantarse nuevamente. Se quedó quieto. Aún sentía escalofríos; su cuerpo temblaba. Poco a poco, empezó a sentir un calorcito que, aunque mínimo, comenzaba a confortarlo. Siguió concentrado, inútilmente, en sus recuerdos. Apenas lograba entrever escenas breves e inconexas que no alcanzaba a descifrar; el resto era penumbra, vacío de la memoria. Trataba al mismo tiempo de ignorar las palpitaciones de la rodilla. El mareo no cesaba del todo, pero pronto entendió que era más por el efecto de la borrachera que no acababa de disiparse. Estando así, no advirtió cómo sus pocos recuerdos iban desapareciendo; el dolor de la pierna, el mareo iba desapareciendo; las cosas, todas las cosas a su alrededor, iban desapareciendo; él mismo, su conciencia, su cuerpo, se iba disolviendo bajo la luz mortecina del foco. Se había quedado dormido.

Un pequeñísimo, casi fantasmal copo de nieve fue cayendo muy despacio sobre su mano. Apenas lo sintió caer sobre la palma extendida. Luego buscó otro. Se estiró ansiosamente para tratar de atraparlo. “Está nevando”, escuchó, entresueño, que alguien decía. Era invierno pero bien sabía que en esa parte del mundo nunca nieva. Habrá sido que la fiebre lo hizo imaginar, soñarlo. Estaba en cama, adormilado, mirando a través de la ventana la noche recién caída; quizá se habrá quedado dormido, y nada había ocurrido salvo en un sueño. Pero no; muchos años después pudo confirmar, en cierta ocasión, casualmente, que en efecto aquella noche había nevado. ¿Cuál es tu recuerdo más antiguo? Le había preguntado intempestivamente y desde luego no supo qué decir. Una cosa semejante debería tomarse su tiempo; había que echar vuelta atrás, hurgar en la memoria, paso a paso retroceder en el tiempo más remoto hasta hallarse en el punto más lejano que fuese posible. Se trataba de ir al extremo de sí, al comienzo de todas las cosas. Tómate tu tiempo. No tenía que responder en ese momento, no tenía que responder pronto; vaya, ni siquiera tenía que responder más que a sí mismo. Tómate tu tiempo. El tiempo… las horas… el tiempo. En la hora más oscura de la noche, le dijo, con palabras de Rilke. La nieve es el principio de todas las cosas, la blancura entremetida con la noche, con la oscuridad de su fiebre. La fiebre es el principio de todas las cosas. La noche es el principio de todas las cosas.
Su madre tocó su hombro e hizo un movimiento para despertarlo. El niño no estaba dormido realmente, sino apresado en un duermevela cercano a un delirio muy suave. Tenía sueños que se confundían con la realidad, imágenes bizarras desfilando atropelladamente, carnaval de semisueño. Sentía la boca reseca y la lengua pegada al paladar. Trataba de dormir; estaba cansado. Toda su piel ardía como un incendio, sin embargo por dentro lo calaba un frío que lo hacía titritar aun hallándose como se hallaba, ovillado bajo un cúmulo de cobijas de lana. Había posado una mano sobre la almohada y sobre ella descansaba una de sus mejillas. En el dorso de la mano podía sentir el hálito caliente que exhalaba, a intervalos, por la nariz y la boca entreabierta. Sintió que su madre le tocaba el hombro y lo llamaba por su nombre con un tono de voz que intentaba ser discreto pero que apenas disimulaba su emoción. “Está nevando, hijo” Él seguía mirando por la ventana, abrió un poco más los ojos pero nada percibió además de aquella oscuridad que contemplaba desde hacía rato. “Asómate”, sugirió mamá, al tiempo que ponía la palma de su mano sobre la frente del niño sólo para encontrarse con que la fiebre no había cedido ni un poco a pesar de los medicamentos meticulosamente administrados. Resultaba incierto todo aquello que sucedía más como suceden las cosas en el sueño, con un dejo de irrealidad cuya representación sin embargo es convincente, o mejor dicho, verosímil, sin importar que fuese una cosa disparatada como que allá afuera estuviese nevando. El niño se levantó con ayuda de la madre, sosteniéndose de rodillas sobre el colchón avanzó hasta la ventana, acercó la cara al vidrio y miró afuera.
El patio era reducido, con su plancha de cemento gris avejentado, agrietado ya en numerosos lugares. Al fondo quedaba el cuartito de baño, sin puerta, cubierta la entrada con una cortina de plástico decolorada por el sol y la intemperie de cada día; más allá, el lavadero y las cubetas que se agrupaban en torno; la puerta de la calle con su escalón de desnivel hacia abajo; las paredes sin revoque, el cochecito repartidor de refrescos regalo de la tía Ceci. El foco de la marquesina daba al espacio una claridad amarilla y cálida. Lo primero que notó fue que el suelo estaba mojado; luego percibió una lluvia finísima cayendo suavemente; entre la brizna, descubrió un corpúsculo muy blanco que se deshizo antes de tocar el sueño; luego otro y enseguida otro. Los copos caían como si estuviesen jugando un juego. Se balanceaban ligeramente y enseguida desaparecían ante los ojos del niño que no acababa de creer que aquello estuviera ocurriendo de verdad. Uno aquí, luego uno más allá, apenas unos cuantos, pequeñitos; de repente se hacían más nutridos para luego volverse exangües nuevamente. El niño pidió a su madre que lo llevara afuera. Ella, tras dudarlo un momento, lo envolvió bien entre las cobijas y se lo echó a los brazos.
Un pequeñísimo, casi fantasmal copo de nieve fue cayendo muy despacio sobre su mano. Apenas lo sintió caer sobre la palma extendida. Luego buscó otro. Se estiró ansiosamente para tratar de atraparlo. También sintió la lluvia delgada sobre su mano. Su mamá trataba de contenerlo. “Estás enfermo”, le decía. “No te mojes, te va a hacer daño”, le decía. Se guarecieron bajo la pequeña marquesina desde donde resplandecía el foco. Hacía frío. Seguía envuelto entre las cobijas y apenas se le permitió sacar un brazo y asomar un ojo para poder mirar y sentir la nieve. Enseguida sintió la mano helándosele. Hacía frío. Los copos se iban haciendo más escasos y casi todos caían fuera de su alcance, a mitad del patio. Hubiera querido que fueran hacia allá, pero en lugar de eso lo devolvieron al interior de la casa y de su cama, al cabo sólo lo había sacado para que pudiera coger uno y lo había hecho ya. Los copos siguieron cayendo durante unos momentos más, cada vez más pequeños, cada vez más escasos. Ya ninguno conseguía tocar el suelo; desparecían con apenas entrar en contacto con la luz del foco. Luego la brizna sola siguió cayendo; ésta sí, engrosándose, hasta finalmente convertirse en lluvia franca.
¿Cuál es tu recuerdo más antiguo? La nieve, la lluvia, la noche fría, y también la fiebre, el entresueño, el malestar. ¿Cuál es tu recuerdo más antiguo? La dicha de un copo de nieve cayendo frágil sobre su palma. ¿Cuál es tu recuerdo más antiguo? Una luz iluminando una noche fría, unos copos muy blancos que desaparecen como desaparecen todas las cosas.

Hace frío. La luz del foco ya no es brillante sino opaca. Hace frío y sin embargo puede sentir la fiebre quemándole la piel. Se ha hecho un ovillo entre la cobija pero su cuerpo tirita incontrolablemente. Hace frío pero sus mejillas arden y la frente, su espalda, el abdomen se cubren de un sudor pegajoso y helado.
Abre los ojos y por un instante le parece ver un copo cayendo sobre él, yendo hacia su cara, pero apenas parpadea el copo de nieve ha desaparecido. Queda, en cambio, el frío, la humedad. Hay un olor ácido, desagradable, que le llena el olfato. Ahora mira la luz opaca del foco, las paredes de un amarillo turbio, el techo en color verde, las manchas relentes, las escamas calcáreas que se desprenden a lo largo de uno de los muros. Justo en ese momento, cae una de ellas, y en la lentitud de su caída semeja un copo de nieve. Vuelve a cerrar los ojos.
Descubre entonces el dolor; lo recuerda. Ha querido moverse un poco, cambiar hacia una postura más cómoda, y de inmediato ha sobrevenido el aserrado metálico directo sobre la rodilla. Su cuerpo se crispa en respuesta. Abre mucho los ojos y la boca deja salir un quejido que desde hace rato su cuerpo estaba necesitando. Sin embargo, no se detiene, con mucha precaución va colocando su cuerpo para que descanse sobre su costado derecho; así la pierna izquierda queda encima, libre de peso, rodilla sobre rodilla. Ahora que vuelve a quedarse quieto descubre que la nueva postura le procura cierto alivio, de tal modo que el dolor se percibe ahora como amortiguado, casi lejano.
Es en ese momento que descubre que las cosas sobre su viejo escritorio han desaparecido. Los libros, su Olivetti, aun el tarro del café, el cenicero, los lápices, las hojas, todo ha desaparecido. Mira alrededor para ver si los descubre en otro sitio, pero es evidente que las cosas, todas las cosas sobre su escritorio, ya no están. En su lugar queda el absoluto vacío, manchas negras dibujan el perfil de cada objeto, pequeños abismos en el sentido estricto de la expresión. Nada.
Estuvo observando aquellas manchas durante un rato muy largo. Después solamente pensó: Así que eso es la nada; así que eso es el vacío. Luego de seguir mirando otro largo rato se preguntó por qué él, por qué sus cosas; su máquina de escribir, sus escritos. Estaba empezando a sentirse profundamente agobiado por su desaparición porque entendió que eran ya irrecuperables. No le importaba la pérdida de los objetos que consideraba meros enseres; podía soportar incluso la pérdida de su máquina, pero que sus escritos fueran borrados de ese modo tan artero constituía un hecho que en ese momento no imaginaba cómo sería capaz de sobrellevar. Cerró los ojos con fuerza. Estaba resultando demasiado; demasiadas cosas que su abotagada mente ni siquiera intentaba entender. Extendió el brazo hasta alcanzar nuevamente el apagador y el cuarto quedó en una semioscuridad apacible. Las manchas seguían ahí, alcanzaba a distinguirlas, pero de momento quedaban confortablemente disimuladas; el dolor de la rodilla parecía estar anestesiado e incluso el frío no resultaba ya tan atenazante. Volvió a cerrar los ojos, esta vez suavemente, y trató de relajarse. Respirar. Dejar de pensar. Dejar de sentir. Abandonarse. En efecto, tras algunos minutos y tal como había supuesto, las cosas parecieron estar mejor de este modo.

Aunque la luz del día que se filtraba por encima del cortinero indicaba que estaba ya muy entrada la mañana, el cuarto parecía en cambio inusualmente sombrío. Pronto descubrió que las manchas habían seguido invadiendo el lugar durante la noche. Ahora no sólo la superficie del escritorio ostentaba aquellos perfiles profundos como abismos de las cosas desaparecidas, todas las superficies lucían igual ahora, todas las cosas que habían sido colocadas encima de algo habían sido tragadas por aquellos mínimos pero rotundos vacíos, dejando solamente los perfiles de los objetos. Sobre el apolillado ropero, sobre el buró, incluso sobre la cabecera de latón nada quedaba sino, precisamente, la nada. O mejor dicho, las nadas, las manchas, los abismos, o como sea que debiesen ser designadas aquellas oscuridades.
Hizo un recuento mental de las cosas desaparecidas, tarea fácil dado que las siluetas revelaban sin menoscabo el objeto ya inexistente. En suma no fueron cosas significativas y su valor en conjunto apenas merecía ser considerado. Algunos otros libros sobre el ropero; desodorante y loción de afeitar sobre el buró, más una botella de whisky y el portarretrato; una chamarra de mezclilla que había sido puesta en el respaldo de la única silla. Fue todo. En realidad, se dijo mientras trataba de poner al día su mente, todavía algo confusa por el despertar reciente y la terrible resaca que ya sentía sobrevenir, no es para preocuparse, no es nada. Claro que trataba de obviar lo que constituía la verdadera y grave pérdida, es decir su bienquerida Olivetti y, sobre todo, sus escritos. No guardaba copias de ellos y tenía por costumbre acumularlos, cuidadosamente ordenados y debidamente separados con clips, conforme iban saliendo del rodillo. Y sí, ahí quedaba su correspondiente mancha, negra, impenetrable, rectangular por encima y con más de medio palmo de alto, y más nada.
Trataba de no dejarse agobiar demasiado por la pérdida. Trataba de ganar tiempo, un poco más, y evitar ser sobrepasado por las circunstancias. Eran demasiadas cosas. Son demasiadas cosas, se dijo, se repitió, al mismo tiempo que intentaba no pensar en ninguna de ellas de un modo específico. Porque a la pérdida se aunaba también el asunto de la pierna, distinto pero no menos grave que la desaparición de sus cosas. Se palpó suavemente la rodilla sólo para constatar que, en cambio, el dolor no había desaparecido. Seguía allí, si bien en ese momento permanecía en estado latente, un adormecimiento confortable que no habría de durar mucho. Era inevitable volver a moverse en algún momento. Además, el resto de su cuerpo ya resentía la prolongada inmovilidad de las últimas horas. Presionó con sus dedos otro poco. El dolor se revolvió dentro de su carne igual que el agua dentro de una bolsa. Aspiró hondo. Intentó recordar otra vez qué había sucedido la noche anterior, otra vez en vano. De un modo semejante a lo ocurrido con sus cosas, a su memoria se la había tragado también la oscuridad.
Giró su cuerpo para colocarse completamente sobre su espalda. Tuvo mucho cuidado en desplazar la pierna hasta asentarla sobre el colchón. Hubo dolor, pero ya no como si unos dientes metálicos le aserraran la carne, los tendones, el hueso. Era un dolor casi lejano, anestesiado, o mejor dicho: entumecido. Así que con el mismo cuidado fue levantándose; primero el torso hasta quedar sentado, luego giró hasta echar ambas piernas fuera de la cama, sosteniendo en todo momento su pierna con ambas manos. La flexión de la rodilla fue tormentosa, pues se había agarrotado a tal punto mientras estuvo extendida, que doblarla fue como ir estirando y rompiendo un sinfín de cuerdecitas cuyo agudo dolor corría enloquecido de la ingle al pie. Al cabo de mucho esfuerzo al fin lo consiguió. Estaba ahora sentado sobre la cama y sonrió, satisfecho de su incipiente triunfo. Lo siguiente era ponerse en pie. Miró alrededor en busca de un punto de apoyo. Pensó en la necesidad de un bastón. Un bastón sería, en ese momento, todo lo que necesitaría para poder valerse ampliamente. Sin él, sin ese punto de apoyo, sus movimientos quedaban de antemano restringidos, a tal punto, que la posibilidad, la realidad de facto, lo inquieto de un modo angustiante. Qué iba a hacer él en esas condiciones y sin un punto de apoyo. Mi reino por un bastón, dijo en voz muy baja, tratando de restarle dramatismo al hecho, de darse a sí mismo ánimo. Sin embargo, durante algunos segundos estuvo imaginando que se quedaba ahí dentro, lisiado, incapaz de salir, de pedir ayuda a nadie, sitiado en su isla, abandonado del resto del mundo, consumiéndose, despacio, día tras día, adolorido, famélico, enfermo, hasta morir de hambre y soledad en aquel cuartucho inmundo sin que nadie se enterara de su muerte ni lo echara de menos en mucho tiempo, o nunca.
Sacudió la cabeza para ahuyentar aquella sarta de incoherencias de su mente. Por un muy breve instante no pudo recordar por qué estaba ahí, sentado, en ese lugar. Luego vino a su mente una sola imagen: un bastón. Volvió a concentrarse en lo suyo. Era evidente que no iba a hallarlo, pero buscaba algo que le fuera lo más semejante posible. Morir de hambre y soledad, murmuró para sí. Después de todo, no era aquella una fantasía desbocada. Y para añadidura estaban ahí esos vacíos que cada vez lo inquietaban más. La otra posibilidad era que antes de morir de hambre o de enfermedad, fuera tragado por la oscuridad, que las manchas, en ese momento muy quietas, comenzaran de repente a expandirse, que siguieran tragando las demás cosas que había a su alrededor, creciendo y creciendo hasta encontrarse entre ellas y formar así una gran nada uniforme; para ese entonces, ya alguna lo habría alcanzado, envuelto y desaparecido sin poder él hacer nada sino quedarse justo como estaba ahora, sentado, esperando estoico que la oscuridad comenzara a invadirlo. Y para que esto sucediera no debería esperar días de consunción; podría ocurrir en ese mismo momento en que lo estaba pensando. Y entonces sí ya para qué preocuparse de la pierna o de su inmovilidad o del dolor, ni de la memoria perdida, ni siquiera del bastón. Se llenaría de una oscuridad que, por lo menos aún, no parecía amenazante ni aterradora. Miraba frente a sí una oscuridad incluso plácida, muy quieta, pequeña, y lo único terrible que le encontraba era su pasmosa profundidad, su absoluta negrura.
Se inclinó hasta alcanzar la silla de madera frente al escritorio. De momento no iba a contar con nada más para su objetivo. Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo, recitó, ahora en voz más alta. Dadme, repitió enfático. Denme, dijo enseguida. La frase llevaba años en su memoria, aprendida probablemente en la escuela primaria, y rezaba exactamente así: Dadme. Jaló la silla hacia él y con una mano en el respaldo y otra en la cama, plantando muy bien la pierna buena y tensándola para ejercer una palanca, se fue levantando. La rodilla, que ya se adaptaba a la posición flexionada, tuvo ahora que estirarse otra vez, y aunque el movimiento fue poco, el dolor fue mucho. Esta vez no sólo se puso en pie, sino que, con muchas dificultad, logró trasladarse hasta quedar sentado en la silla. Al menos había logrado un cambio de posición. Se detuvo para evaluar su condición física, sintiéndose satisfecho de sí mismo al encontrarse aceptablemente. Tras esto, miró al escritorio, a la mancha con la figura de la Olivetti , alargó la mano llevado por un irrefrenable deseo de tocarla.