martes, 27 de enero de 2009

La desaparición de todas las cosas (fragmento de novela)

El cálido brandy que anduvo entremezclado por las venas a través de su organismo lo hizo dormir ajeno al frío calado de aquella noche, al dolor pertinaz de la pierna; ajeno de sí mismo, ausente de todo en aquella oscuridad donde yacía como si se hubiese ido hundiendo, igual que se hundían entre sombras las cosas que lo rodeaban.
Hacia la madrugada los efectos sedantes de la borrachera fueron cediendo. Comenzó a sentir frío, pero la modorra persistió durante un rato más. Al cabo de poco, al frío se fue sumando el dolor, como una sierra que iba rebanando lentamente su rodilla. Despertó. Al abrir los ojos miró, no la oscuridad mortecina de cuartucho donde vivía, sino un amasijo de sombras semejantes a una nebulosa rojiza que hubiera ido invadiendo todo su espacio. Sintió primero el frío y enseguida el dolor, ahora sí; un frío que era como un dolor en los huesos y un dolor que era como un frío muy hondo a la mitad de su pierna izquierda. Primero se quedó quieto, muy quieto. Tenía los pensamientos enmarañados dentro de su cabeza. Los primeros segundos no supo ni dónde estaba ni qué había sucedido. Apenas conservaba una difusa conciencia de su propia humanidad. ¿Humanidad?, pudo haberse preguntado. La humanidad de un hombre que se había ido a refugiar a aquel cuarto que era más una madriguera, herido como estaba y en un estado de ebriedad irracional. Se lo había hecho notar antes, desde luego, pero no ahora, no ahora que iba recuperando la lucidez, la claridad de mente, se diría, y más aún la claridad del frío y del dolor; y de tal modo ahora que intentó moverse en instinto de reconocer a cabalidad el lugar donde se hallaba. Para ello, había doblado, intentado doblar, la rodilla equivocada. Fue entonces que un súbito punzazo le devolvió al instante la lucidez hasta ese momento rebuscada torpemente.
Al quejido doloroso e inevitable le siguió una maldición y luego otra. Se incorporó como pudo; al menos lo suficiente para buscar a tientas el encendido de la luz. La posición semivertical en que se había tumbado sobre la cama lo hizo tantear primero en la pared equivocada. Cuando tocó la cabecera de latón y reconoció su error, llevó su mano al lugar correcto. El esfuerzo adicional le provocó un nuevo punzazo, un nuevo aserrado que pasara rápido sobre su rodilla. La nebulosa se volvió de repente más rojiza, como si se encendiera un montículo de pólvora frente a sus ojos. Además del dolor, sintió pánico. Su mente estaba clara ahora pero su memoria seguía sumergida en la oscuridad de las últimas horas. No sabía qué había pasado; no sabía cómo había llegado a cuarto, pero sobre todo no sabía por qué de ese dolor que le3 cercenaba la pierna. Oprimió el encendido y el cuarto se llenó con una luz escasa y polvosa. Miró su rodilla; la palpó por encima del pantalón y volvió a asustarse al sentirla monstruosamente hinchada; apenas toleró el contacto de sus manos sobre ella. Ahora ya no era un punzazo, sino un dolor persistentemente metálico; los dientes de la sierra seguían cortando, cortando, incesantes. Me rompí la pierna, pensó. Como para confirmarlo, descubrió que su pantalón estaba lleno de tierra reseca y la tela se había rasgado de un costado. Por aquel orificio metió un dedo y así pudo palpar mejor la carne tumefacta, deforme. El dolor también lo sentía, pero éste sin necesidad de palpar nada. Estaba ahí, atroz; iniciaba en su rodilla, envolviéndola como un vendaje ancho, y a partir de ese punto iba extendiéndose, a intervalos, en ambas direcciones, lento, hacia su ingle y hacia su pie, como si la concentración intensa en un solo punto ya no le bastara y necesitara expandirse igual que hace la marea lamiendo la arena. Intentó ponerse en pie, sin saber exactamente para qué. El dolor claro está fue más intenso; sin embargó no cejó, apoyándose en la pierna sana, en ambos brazos y cómo sea que pudo, al fin pudo erguirse. Comprendió que hasta ahí había llegado su esfuerzo. Sin el apoyo mínimo de la otra pierna no había modo de desplazarse hacia lado ninguno. Además, empezaba a sentirse mal. Un sudor frío le cubría el cuerpo. Vino un mareo, una náusea que iba subiendo rápidamente por su garganta. Se dejó caer sentado en el borde de la cama. El mareo seguía creciendo. Intentó respirar hondo para tratar de contenerse pero ya el vómito le desbordaba la boca. Salió violento. Un charco se acumuló entre sus pies, salpicando los ya de por sí sucios zapatos. Vino una segunda arcada y aun una tercera, pero ya sin basca; su estómago se había vaciado desde la primera y apenas expelió unos cuajos de saliva pegajosa. Tenía los ojos llorosos y la frente llena de sudor, pero al menos la náusea había desaparecido.
Muy pronto el olor ácido del vómito empezó a llenar el sitio; el malestar parecía volver, así que se recostó nuevamente, tratando de ignorarlo. Se ocupó en tratar de desenterrar sus recuerdos, los últimos, que le darían respuesta a las preguntas que le estaban rebosando por dentro. Recordaba, por principio de cuentas, que había estado bebiendo en el bar del Tigre. Martes de promoción; dos caguamas por el precio de una. Fueron entonces dos, luego dos más, luego otras dos. Hasta allí pudo hacer cuenta; después las cosas, los recuerdos, empiezan a hacerse difusos.
Ya pasada la náusea, volvió a sentir frío. La humedad del sudor lo acrecentó; entre su piel y la ropa se había formado una adherencia gelatinosa. Comenzó a tiritar. Jaló un extremo de las cobijas y luego el otro, envolviéndose y evitando así el trance de levantarse nuevamente. Se quedó quieto. Aún sentía escalofríos; su cuerpo temblaba. Poco a poco, empezó a sentir un calorcito que, aunque mínimo, comenzaba a confortarlo. Siguió concentrado, inútilmente, en sus recuerdos. Apenas lograba entrever escenas breves e inconexas que no alcanzaba a descifrar; el resto era penumbra, vacío de la memoria. Trataba al mismo tiempo de ignorar las palpitaciones de la rodilla. El mareo no cesaba del todo, pero pronto entendió que era más por el efecto de la borrachera que no acababa de disiparse. Estando así, no advirtió cómo sus pocos recuerdos iban desapareciendo; el dolor de la pierna, el mareo iba desapareciendo; las cosas, todas las cosas a su alrededor, iban desapareciendo; él mismo, su conciencia, su cuerpo, se iba disolviendo bajo la luz mortecina del foco. Se había quedado dormido.

Un pequeñísimo, casi fantasmal copo de nieve fue cayendo muy despacio sobre su mano. Apenas lo sintió caer sobre la palma extendida. Luego buscó otro. Se estiró ansiosamente para tratar de atraparlo. “Está nevando”, escuchó, entresueño, que alguien decía. Era invierno pero bien sabía que en esa parte del mundo nunca nieva. Habrá sido que la fiebre lo hizo imaginar, soñarlo. Estaba en cama, adormilado, mirando a través de la ventana la noche recién caída; quizá se habrá quedado dormido, y nada había ocurrido salvo en un sueño. Pero no; muchos años después pudo confirmar, en cierta ocasión, casualmente, que en efecto aquella noche había nevado. ¿Cuál es tu recuerdo más antiguo? Le había preguntado intempestivamente y desde luego no supo qué decir. Una cosa semejante debería tomarse su tiempo; había que echar vuelta atrás, hurgar en la memoria, paso a paso retroceder en el tiempo más remoto hasta hallarse en el punto más lejano que fuese posible. Se trataba de ir al extremo de sí, al comienzo de todas las cosas. Tómate tu tiempo. No tenía que responder en ese momento, no tenía que responder pronto; vaya, ni siquiera tenía que responder más que a sí mismo. Tómate tu tiempo. El tiempo… las horas… el tiempo. En la hora más oscura de la noche, le dijo, con palabras de Rilke. La nieve es el principio de todas las cosas, la blancura entremetida con la noche, con la oscuridad de su fiebre. La fiebre es el principio de todas las cosas. La noche es el principio de todas las cosas.
Su madre tocó su hombro e hizo un movimiento para despertarlo. El niño no estaba dormido realmente, sino apresado en un duermevela cercano a un delirio muy suave. Tenía sueños que se confundían con la realidad, imágenes bizarras desfilando atropelladamente, carnaval de semisueño. Sentía la boca reseca y la lengua pegada al paladar. Trataba de dormir; estaba cansado. Toda su piel ardía como un incendio, sin embargo por dentro lo calaba un frío que lo hacía titritar aun hallándose como se hallaba, ovillado bajo un cúmulo de cobijas de lana. Había posado una mano sobre la almohada y sobre ella descansaba una de sus mejillas. En el dorso de la mano podía sentir el hálito caliente que exhalaba, a intervalos, por la nariz y la boca entreabierta. Sintió que su madre le tocaba el hombro y lo llamaba por su nombre con un tono de voz que intentaba ser discreto pero que apenas disimulaba su emoción. “Está nevando, hijo” Él seguía mirando por la ventana, abrió un poco más los ojos pero nada percibió además de aquella oscuridad que contemplaba desde hacía rato. “Asómate”, sugirió mamá, al tiempo que ponía la palma de su mano sobre la frente del niño sólo para encontrarse con que la fiebre no había cedido ni un poco a pesar de los medicamentos meticulosamente administrados. Resultaba incierto todo aquello que sucedía más como suceden las cosas en el sueño, con un dejo de irrealidad cuya representación sin embargo es convincente, o mejor dicho, verosímil, sin importar que fuese una cosa disparatada como que allá afuera estuviese nevando. El niño se levantó con ayuda de la madre, sosteniéndose de rodillas sobre el colchón avanzó hasta la ventana, acercó la cara al vidrio y miró afuera.
El patio era reducido, con su plancha de cemento gris avejentado, agrietado ya en numerosos lugares. Al fondo quedaba el cuartito de baño, sin puerta, cubierta la entrada con una cortina de plástico decolorada por el sol y la intemperie de cada día; más allá, el lavadero y las cubetas que se agrupaban en torno; la puerta de la calle con su escalón de desnivel hacia abajo; las paredes sin revoque, el cochecito repartidor de refrescos regalo de la tía Ceci. El foco de la marquesina daba al espacio una claridad amarilla y cálida. Lo primero que notó fue que el suelo estaba mojado; luego percibió una lluvia finísima cayendo suavemente; entre la brizna, descubrió un corpúsculo muy blanco que se deshizo antes de tocar el sueño; luego otro y enseguida otro. Los copos caían como si estuviesen jugando un juego. Se balanceaban ligeramente y enseguida desaparecían ante los ojos del niño que no acababa de creer que aquello estuviera ocurriendo de verdad. Uno aquí, luego uno más allá, apenas unos cuantos, pequeñitos; de repente se hacían más nutridos para luego volverse exangües nuevamente. El niño pidió a su madre que lo llevara afuera. Ella, tras dudarlo un momento, lo envolvió bien entre las cobijas y se lo echó a los brazos.
Un pequeñísimo, casi fantasmal copo de nieve fue cayendo muy despacio sobre su mano. Apenas lo sintió caer sobre la palma extendida. Luego buscó otro. Se estiró ansiosamente para tratar de atraparlo. También sintió la lluvia delgada sobre su mano. Su mamá trataba de contenerlo. “Estás enfermo”, le decía. “No te mojes, te va a hacer daño”, le decía. Se guarecieron bajo la pequeña marquesina desde donde resplandecía el foco. Hacía frío. Seguía envuelto entre las cobijas y apenas se le permitió sacar un brazo y asomar un ojo para poder mirar y sentir la nieve. Enseguida sintió la mano helándosele. Hacía frío. Los copos se iban haciendo más escasos y casi todos caían fuera de su alcance, a mitad del patio. Hubiera querido que fueran hacia allá, pero en lugar de eso lo devolvieron al interior de la casa y de su cama, al cabo sólo lo había sacado para que pudiera coger uno y lo había hecho ya. Los copos siguieron cayendo durante unos momentos más, cada vez más pequeños, cada vez más escasos. Ya ninguno conseguía tocar el suelo; desparecían con apenas entrar en contacto con la luz del foco. Luego la brizna sola siguió cayendo; ésta sí, engrosándose, hasta finalmente convertirse en lluvia franca.
¿Cuál es tu recuerdo más antiguo? La nieve, la lluvia, la noche fría, y también la fiebre, el entresueño, el malestar. ¿Cuál es tu recuerdo más antiguo? La dicha de un copo de nieve cayendo frágil sobre su palma. ¿Cuál es tu recuerdo más antiguo? Una luz iluminando una noche fría, unos copos muy blancos que desaparecen como desaparecen todas las cosas.

Hace frío. La luz del foco ya no es brillante sino opaca. Hace frío y sin embargo puede sentir la fiebre quemándole la piel. Se ha hecho un ovillo entre la cobija pero su cuerpo tirita incontrolablemente. Hace frío pero sus mejillas arden y la frente, su espalda, el abdomen se cubren de un sudor pegajoso y helado.
Abre los ojos y por un instante le parece ver un copo cayendo sobre él, yendo hacia su cara, pero apenas parpadea el copo de nieve ha desaparecido. Queda, en cambio, el frío, la humedad. Hay un olor ácido, desagradable, que le llena el olfato. Ahora mira la luz opaca del foco, las paredes de un amarillo turbio, el techo en color verde, las manchas relentes, las escamas calcáreas que se desprenden a lo largo de uno de los muros. Justo en ese momento, cae una de ellas, y en la lentitud de su caída semeja un copo de nieve. Vuelve a cerrar los ojos.
Descubre entonces el dolor; lo recuerda. Ha querido moverse un poco, cambiar hacia una postura más cómoda, y de inmediato ha sobrevenido el aserrado metálico directo sobre la rodilla. Su cuerpo se crispa en respuesta. Abre mucho los ojos y la boca deja salir un quejido que desde hace rato su cuerpo estaba necesitando. Sin embargo, no se detiene, con mucha precaución va colocando su cuerpo para que descanse sobre su costado derecho; así la pierna izquierda queda encima, libre de peso, rodilla sobre rodilla. Ahora que vuelve a quedarse quieto descubre que la nueva postura le procura cierto alivio, de tal modo que el dolor se percibe ahora como amortiguado, casi lejano.
Es en ese momento que descubre que las cosas sobre su viejo escritorio han desaparecido. Los libros, su Olivetti, aun el tarro del café, el cenicero, los lápices, las hojas, todo ha desaparecido. Mira alrededor para ver si los descubre en otro sitio, pero es evidente que las cosas, todas las cosas sobre su escritorio, ya no están. En su lugar queda el absoluto vacío, manchas negras dibujan el perfil de cada objeto, pequeños abismos en el sentido estricto de la expresión. Nada.
Estuvo observando aquellas manchas durante un rato muy largo. Después solamente pensó: Así que eso es la nada; así que eso es el vacío. Luego de seguir mirando otro largo rato se preguntó por qué él, por qué sus cosas; su máquina de escribir, sus escritos. Estaba empezando a sentirse profundamente agobiado por su desaparición porque entendió que eran ya irrecuperables. No le importaba la pérdida de los objetos que consideraba meros enseres; podía soportar incluso la pérdida de su máquina, pero que sus escritos fueran borrados de ese modo tan artero constituía un hecho que en ese momento no imaginaba cómo sería capaz de sobrellevar. Cerró los ojos con fuerza. Estaba resultando demasiado; demasiadas cosas que su abotagada mente ni siquiera intentaba entender. Extendió el brazo hasta alcanzar nuevamente el apagador y el cuarto quedó en una semioscuridad apacible. Las manchas seguían ahí, alcanzaba a distinguirlas, pero de momento quedaban confortablemente disimuladas; el dolor de la rodilla parecía estar anestesiado e incluso el frío no resultaba ya tan atenazante. Volvió a cerrar los ojos, esta vez suavemente, y trató de relajarse. Respirar. Dejar de pensar. Dejar de sentir. Abandonarse. En efecto, tras algunos minutos y tal como había supuesto, las cosas parecieron estar mejor de este modo.

Aunque la luz del día que se filtraba por encima del cortinero indicaba que estaba ya muy entrada la mañana, el cuarto parecía en cambio inusualmente sombrío. Pronto descubrió que las manchas habían seguido invadiendo el lugar durante la noche. Ahora no sólo la superficie del escritorio ostentaba aquellos perfiles profundos como abismos de las cosas desaparecidas, todas las superficies lucían igual ahora, todas las cosas que habían sido colocadas encima de algo habían sido tragadas por aquellos mínimos pero rotundos vacíos, dejando solamente los perfiles de los objetos. Sobre el apolillado ropero, sobre el buró, incluso sobre la cabecera de latón nada quedaba sino, precisamente, la nada. O mejor dicho, las nadas, las manchas, los abismos, o como sea que debiesen ser designadas aquellas oscuridades.
Hizo un recuento mental de las cosas desaparecidas, tarea fácil dado que las siluetas revelaban sin menoscabo el objeto ya inexistente. En suma no fueron cosas significativas y su valor en conjunto apenas merecía ser considerado. Algunos otros libros sobre el ropero; desodorante y loción de afeitar sobre el buró, más una botella de whisky y el portarretrato; una chamarra de mezclilla que había sido puesta en el respaldo de la única silla. Fue todo. En realidad, se dijo mientras trataba de poner al día su mente, todavía algo confusa por el despertar reciente y la terrible resaca que ya sentía sobrevenir, no es para preocuparse, no es nada. Claro que trataba de obviar lo que constituía la verdadera y grave pérdida, es decir su bienquerida Olivetti y, sobre todo, sus escritos. No guardaba copias de ellos y tenía por costumbre acumularlos, cuidadosamente ordenados y debidamente separados con clips, conforme iban saliendo del rodillo. Y sí, ahí quedaba su correspondiente mancha, negra, impenetrable, rectangular por encima y con más de medio palmo de alto, y más nada.
Trataba de no dejarse agobiar demasiado por la pérdida. Trataba de ganar tiempo, un poco más, y evitar ser sobrepasado por las circunstancias. Eran demasiadas cosas. Son demasiadas cosas, se dijo, se repitió, al mismo tiempo que intentaba no pensar en ninguna de ellas de un modo específico. Porque a la pérdida se aunaba también el asunto de la pierna, distinto pero no menos grave que la desaparición de sus cosas. Se palpó suavemente la rodilla sólo para constatar que, en cambio, el dolor no había desaparecido. Seguía allí, si bien en ese momento permanecía en estado latente, un adormecimiento confortable que no habría de durar mucho. Era inevitable volver a moverse en algún momento. Además, el resto de su cuerpo ya resentía la prolongada inmovilidad de las últimas horas. Presionó con sus dedos otro poco. El dolor se revolvió dentro de su carne igual que el agua dentro de una bolsa. Aspiró hondo. Intentó recordar otra vez qué había sucedido la noche anterior, otra vez en vano. De un modo semejante a lo ocurrido con sus cosas, a su memoria se la había tragado también la oscuridad.
Giró su cuerpo para colocarse completamente sobre su espalda. Tuvo mucho cuidado en desplazar la pierna hasta asentarla sobre el colchón. Hubo dolor, pero ya no como si unos dientes metálicos le aserraran la carne, los tendones, el hueso. Era un dolor casi lejano, anestesiado, o mejor dicho: entumecido. Así que con el mismo cuidado fue levantándose; primero el torso hasta quedar sentado, luego giró hasta echar ambas piernas fuera de la cama, sosteniendo en todo momento su pierna con ambas manos. La flexión de la rodilla fue tormentosa, pues se había agarrotado a tal punto mientras estuvo extendida, que doblarla fue como ir estirando y rompiendo un sinfín de cuerdecitas cuyo agudo dolor corría enloquecido de la ingle al pie. Al cabo de mucho esfuerzo al fin lo consiguió. Estaba ahora sentado sobre la cama y sonrió, satisfecho de su incipiente triunfo. Lo siguiente era ponerse en pie. Miró alrededor en busca de un punto de apoyo. Pensó en la necesidad de un bastón. Un bastón sería, en ese momento, todo lo que necesitaría para poder valerse ampliamente. Sin él, sin ese punto de apoyo, sus movimientos quedaban de antemano restringidos, a tal punto, que la posibilidad, la realidad de facto, lo inquieto de un modo angustiante. Qué iba a hacer él en esas condiciones y sin un punto de apoyo. Mi reino por un bastón, dijo en voz muy baja, tratando de restarle dramatismo al hecho, de darse a sí mismo ánimo. Sin embargo, durante algunos segundos estuvo imaginando que se quedaba ahí dentro, lisiado, incapaz de salir, de pedir ayuda a nadie, sitiado en su isla, abandonado del resto del mundo, consumiéndose, despacio, día tras día, adolorido, famélico, enfermo, hasta morir de hambre y soledad en aquel cuartucho inmundo sin que nadie se enterara de su muerte ni lo echara de menos en mucho tiempo, o nunca.
Sacudió la cabeza para ahuyentar aquella sarta de incoherencias de su mente. Por un muy breve instante no pudo recordar por qué estaba ahí, sentado, en ese lugar. Luego vino a su mente una sola imagen: un bastón. Volvió a concentrarse en lo suyo. Era evidente que no iba a hallarlo, pero buscaba algo que le fuera lo más semejante posible. Morir de hambre y soledad, murmuró para sí. Después de todo, no era aquella una fantasía desbocada. Y para añadidura estaban ahí esos vacíos que cada vez lo inquietaban más. La otra posibilidad era que antes de morir de hambre o de enfermedad, fuera tragado por la oscuridad, que las manchas, en ese momento muy quietas, comenzaran de repente a expandirse, que siguieran tragando las demás cosas que había a su alrededor, creciendo y creciendo hasta encontrarse entre ellas y formar así una gran nada uniforme; para ese entonces, ya alguna lo habría alcanzado, envuelto y desaparecido sin poder él hacer nada sino quedarse justo como estaba ahora, sentado, esperando estoico que la oscuridad comenzara a invadirlo. Y para que esto sucediera no debería esperar días de consunción; podría ocurrir en ese mismo momento en que lo estaba pensando. Y entonces sí ya para qué preocuparse de la pierna o de su inmovilidad o del dolor, ni de la memoria perdida, ni siquiera del bastón. Se llenaría de una oscuridad que, por lo menos aún, no parecía amenazante ni aterradora. Miraba frente a sí una oscuridad incluso plácida, muy quieta, pequeña, y lo único terrible que le encontraba era su pasmosa profundidad, su absoluta negrura.
Se inclinó hasta alcanzar la silla de madera frente al escritorio. De momento no iba a contar con nada más para su objetivo. Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo, recitó, ahora en voz más alta. Dadme, repitió enfático. Denme, dijo enseguida. La frase llevaba años en su memoria, aprendida probablemente en la escuela primaria, y rezaba exactamente así: Dadme. Jaló la silla hacia él y con una mano en el respaldo y otra en la cama, plantando muy bien la pierna buena y tensándola para ejercer una palanca, se fue levantando. La rodilla, que ya se adaptaba a la posición flexionada, tuvo ahora que estirarse otra vez, y aunque el movimiento fue poco, el dolor fue mucho. Esta vez no sólo se puso en pie, sino que, con muchas dificultad, logró trasladarse hasta quedar sentado en la silla. Al menos había logrado un cambio de posición. Se detuvo para evaluar su condición física, sintiéndose satisfecho de sí mismo al encontrarse aceptablemente. Tras esto, miró al escritorio, a la mancha con la figura de la Olivetti , alargó la mano llevado por un irrefrenable deseo de tocarla.

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